En Estados Unidos, el movimiento de “Occupy Wall Street” está en guerra con la autocomplacencia y el temor. Escucho orgullo y a la misma vez apatía por parte de amigos y extraños ajenos al movimiento. Esto suele ser algo como “¡Estamos tan orgullosos de ustedes y todo lo que están haciendo!” Cuán orgullosos están de que hay americanos lanzándose a la calle en protesta contra la injusticia y, sin embargo, cuán apartados permanecen de esta lucha.

Muchos de nosotros en “Occupy” pasamos horas y horas buscando comprender cómo acrecentar un movimiento. Nos preguntamos constantemente cómo podemos involucrar  a la gente común y corriente. Pensamos en cuánta información de las injusticias en el mundo tenemos a nuestra disposición o, aún más importante, con cuánta facilidad se puede ver que estamos rodeados de vastas disparidades. Estamos al borde de la locura, mientras nos preguntamos por qué debería siquiera ser necesario tener que rogar por el apoyo del público. Nos enredamos en gritos y diatribas, perplejos e incrédulos ante nuestro dócil pueblo americano: ¿Dónde está la rabia? ¿Por qué no hay cientos de miles en las calles?

La autocomplacencia es muy sutil y difícil de detectar en uno mismo. La encuentro en las personas más rectas y benevolentes, que entran y salen del movimiento aquí y allá ofreciendo ideas brillantes y muy bienvenidas junto a críticas cautelosas. Están satisfechos, incluso encantados, con el movimiento de “Occupy”, pero se hallan paralizados por sus rutinas diarias. Dicen que no tienen tiempo, que no pueden arriesgar sus trabajos, o que simplemente no saben por dónde comenzar.

Cuando pienso en cómo contestar a estas respuestas, parece útil considerar la autocomplacencia en términos de satisfacción y tiempo. El grado al que estemos satisfechos y contentos con nuestra vida tiende a dictar el tiempo que dedicamos a cambiarla. Además, la seguridad que tenemos en nuestros principios e intuición moral es lo que impulsa nuestras iniciativas personales que retan a aquellas estructuras que no satisfacen nuestras necesidades. Cuando esto falta, buscamos crear un sentido de suficiencia: que hemos participado lo necesario para sentir que tenemos algún control sobre la trayectoria de nuestra sociedad.

En este momento, en Estados Unidos, la autocomplacencia es a duras penas comprensible. Todavía podemos disfrutar de las comodidades que nos otorga el capitalismo: salidas nocturnas a barras interesantes con nuestros amigos, productos orgánicos de cosecha local y zapatos de última moda. Todavía hay una distancia muy palpable entre optar por alzarse contra la opresión y tener que hacerlo para poder sobrevivir. Nuestra tolerancia ante la corrupción y la delincuencia de cuello blanco parece ser justamente proporcional al privilegio del que gozamos.

El pueblo americano, el 1% del mundo, está envuelto en una piel colmada de memorias de la cual nos debemos despojar. Memorias de falsas narrativas históricas, de manipulaciones que sostenemos a sabiendas, del ensueño de tenerlo todo y de una existencia que parece haber dejado de evolucionar. Estas memorias falsas precisan de nuestra insomnia colectiva. No estamos al final de la historia, como algunos quisieran hacernos creer. Nuestra sociedad actual no representa lo mejor que podemos lograr. No hay nada inherente al ser humano que permita que algunos alcancen el éxito financiero por su propia voluntad mientras otros se quedan estancados en una calidad de vida apenas pasable.

Necesitamos conectarnos – nosotros mismos, los productos que usamos, nuestros lugares de trabajo y las ideologías que defendemos – con los millones alrededor del mundo que sufren las consecuencias. Ya sea por ignorancia general o por negación colectiva, nuestra autocomplacecia es un insulto grave – montañas de sal sobre sus heridas abiertas – a los millones empobrecidos que se movilizan a diario contra la opresión extremadamente violenta y la ejecución sistemática.

Aquellos que se aferran a las últimas gotas tóxicas del “capitalismo de filtración”, que arriesgan lo más importante – su existencia, su capacidad de experimentar la vida en este bello mundo – se quedan atrás, mordiendo el polvo que nuestros pies impasibles han levantado.

No basta con darle unas palmaditas en la espalda a los manifestantes que nos pasan por el lado; esto es condescencia. No basta con hacer obras de caridad por gozar de la sensación de auto-satisfacción; eso raya en lo criminal. No basta con leer tomos completos acerca de los males que obran contra una humanidad justa y pacífica. No basta con estar abierto a presenciar la lucha de millones. No basta con hablar de política a la hora de la cena. Hay algo que estamos perdiendo en esos momentos, y que solo recuperamos cuando ponemos nuestros cuerpos en la línea como agentes de cambio. Luchar en este momento es darle acogida al dolor, es prever las molestias, es movernos en espacios inesperados.

Más allá de la autocomplacencia, hay verdadero temor. Usualmente nos refierimos al temor en términos de lo desconocido, pero es más apropiado hablar del temor en términos de la desilusión humana. Desilusión porque no podemos crear un mundo mejor. Desilusión porque aquellos en quienes más confiamos durante nuestra lucha cometerán errores graves. Desilusión porque posiblemente falleceremos antes de que nuestros esfuerzos rindan frutos. Estas son cosas que verdaderamente debemos temer porque son cosas humanas. Y más importante es que estas desilusiones nunca serán irrelevantes en nuestra lucha. Debemos afrontar nuestros temores y convertirlos en una fuente de inspiración al reconocer el valor y la firmeza que toma ponernos en la línea de batalla. No solo debemos confiar los unos en los otros, si no también en nuestros tropezones inevitables. Debemos doblar nuestras espaldas para asegurarnos que nuestras ideas caigan suavemente cuando se nos escapen de las manos.

La inexplicable liberación que sentimos cuando nos arrancamos de la piel cada una de las mentiras se estrella contra un terror inmediato. En el tiempo que nos toma reemplazar este terror con la verdad, podemos llegar a sentir que nuestra intuición nos está engañando. Surge el pánico de haberlo entregado todo tan libremente y a cambio de nada. Nuestros esfuerzos nos parecen tan poderosos como aterradores en su cándida honestidad: queremos un mundo justo. Cada vez que damos un paso a ciegas y caemos, nos parece que es hacia un abismo sin fin. Aun así, se siente un alivio profundo, una gran satisfacción que invade tu cuerpo cuando oyes los pasos de otros, una marcha cacofónica hacia la justicia, incansable a pesar de que no se vislumbra su final.

Si dejamos atrás el miedo a las consecuencias personales, hay una oportunidad de mantenernos fieles a la promesa y el espíritu de la resistencia. En esta primavera, mientras varios pueblos y ciudades de la nación lanzan nuevas ocupaciones y jornadas masivas de marchas y huelgas generales, es crucial que adoptemos de todo corazón esta temporada como una de revolución incipiente. Cuando ocupamos, tomamos espacio con nuestros cuerpos y dejamos a un lado el temor de sufrir agresiones físicas por parte del estado o de pasar noches en una cárcel. Cuando nos lanzamos a las calles en acciones en masa, llevamos nuestra desilusión y rabia colectivas al ojo público. Cuando hacemos huelga, nos sobreponemos a la ansiedad de no haber participado y haber cooperado con sistemas que restringen fundamentalmente nuestro potencial humano y operan para separarnos a los unos de los otros. Cuando nos rehusamos a ser parte de un sistema electoral quebrantado y corrupto, dejamos de temerle a una sociedad sin líderes primarios y empezamos a buscar un liderato en conjunto.

Es un reto personal para salir de nuestra zona de falsa seguridad y movernos sin temor. Sé con certeza que nos vamos a deshacer de estas desconfianzas terribles según nos acercamos a la revolución. Sé que en nuestros momentos de mayor conciencia nos unimos para llorar, gritar y vociferar contra la injusticia; que en esos momentos nos unimos para pensar, dialogar, marchar y avanzar hacia la liberación. En nuestros momentos de mayor conciencia no hay autocomplacencia. No hay temor. Solo hay confianza mutua mientras, agarrados de las manos, hacemos frente a esta batalla.

Pinturas por Alex Krales

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